Ricardo Torres
Por acuerdo de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), organismo especializado de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) creado para promover la justicia social, los derechos humanos y los derechos laborales reconocidos internacionalmente, en 2002 se estableció el 12 de junio como el “Día mundial contra el trabajo infantil”, para concientizar al planeta acerca de la magnitud del problema y fomentar entonces los esfuerzos de gobiernos, patrones, sindicatos y demás actores sociales en la tarea de erradicar el trabajo infantil en todas sus formas. Sin embargo, el modelo económico capitalista que produce inconmensurables riquezas para unos cuantos multimillonarios dueños del capital a costa de la creciente pobreza para los millones de trabajadores asalariados en el mundo, es un sistema que, insaciable de ganancia, impone y demanda el trabajo infantil.
En nuestro país, actualmente, de los más de 30 millones de niños y adolescentes de entre 5 y 17 años que viven en México, el 11 por ciento realiza algún tipo de trabajo infantil, es decir, que más de 3.3 millones de menores realizan obligadamente trabajo infantil, provocando en ellos múltiples consecuencias negativas pues la explotación laboral infantil mutila el desarrollo educativo, así como la salud física y mental de los menores. A decir de los informes de la OIT, nuestro país es el segundo lugar con mayor trabajo infantil en Latinoamérica.
La OIT ha señalado que el trabajo infantil sucede como consecuencia inevitable de la falta de justicia social. En México, la pobreza es el factor de mayor preponderancia que orilla a los menores a realizar actividades laborales. Las cinco entidades federativas con mayor riesgo de trabajo infantil son Oaxaca, Chiapas, Puebla, Michoacán y San Luis Potosí. Las jornadas laborales de los menores de edad son de hasta 14 horas a la semana en el 62% de los casos, mientras que el 14% tiene jornadas de más de 36 horas a la semana.
Los sectores en los que trabajan los niños y adolescentes de México son principalmente el sector primario o agropecuario, que ocupa el 27.4%; seguido del sector de servicios con el 25.5%; el comercio con el 24.1%; el sector industrial con el 18.5% y, finalmente, la industria de la construcción con el 4.9%. Se estima que tras la pandemia por covid-19, al menos 180 mil niños y adolescentes se sumaron a los 3.3 millones de menores que ya laboran en el país.
Como lo establece la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos, el trabajo forzoso u obligatorio de niñas, niños y adolescentes constituye una de las graves expresiones de violencia y discriminación, y les imposibilita ejercer a plenitud sus derechos, colocándolos en situación de riesgo y exponiéndolos a afectaciones severas en su salud, como retraso en su crecimiento, predisposición a adicciones, ejercicio a edad temprana de su sexualidad, enfermedades de transmisión sexual y embarazos no deseados.
En México los menores de edad sí pueden trabajar, aunque de acuerdo con la Ley Federal del Trabajo (LFT) vigente solo aplica sí son mayores de 15 años y deben hacerlo en actividades permitidas y bajo determinadas normas. La LFT establece también que los menores de edad no deben realizar labores peligrosas o insalubres ni deben interferir con su educación, esparcimiento y recreación. Además, necesitan de la autorización del padre, madre o persona tutora para desempeñar la actividad laboral. No obstante, en los hechos, millones de niños laboran sin garantías laborales.
El cuadro es desolador: millones de niños carecen de reconocimiento jurídico y social, de prestaciones laborales y garantías de seguridad, menores que, obligados a trabajar por sus necesidades económicas, aceptan laborar bajo cualquier condición por más insegura e insalubre que esta se encuentre, sin protestar ni exigir algún tipo de derecho, quedando en la más absoluta indefensión laboral, a merced de los patrones rapaces y explotadores que, por hambre, especialmente en el campo, los obligan a laborar extenuantes jornadas de trabajo, violando con ello su derecho al sano crecimiento, a la educación, la cultura, el deporte, el arte, es decir, quebrantando su más genuino derecho de aspirar a una vida más digna, más humana.
La explotación del trabajo infantil es una forma de sometimiento propia del modelo capitalista de producción. Donde la ganancia y el capital están por encima de los seres humanos; hombres, mujeres y niños. Por tanto, debemos entender que el problema del trabajo infantil es sólo una consecuencia inevitable de la pobreza que se vive en el mundo, provocada por un modelo económico de producción que explota al trabajador para obtener las ganancias que acumula y benefician tan sólo a los patrones, a los dueños del capital. Por tanto, cualquier modificación jurídica a la Constitución y a la Ley Federal del Trabajo para erradicar el trabajo infantil resulta no sólo insuficiente, sino ridículo. Que nadie se confunda: el problema no es jurídico sino económico y político.
Si en verdad se quisiera combatir a este flagelo de la explotación infantil que hoy en día se expresa no sólo como explotación de su fuerza de trabajo sino también en la venta y trata de menores, la servidumbre, la prostitución, la pornografía, el tráfico de drogas y el reclutamiento forzoso al crimen organizado, como bien lo denunció la OIT, habría que combatir sus causas más profundas; la pobreza y la injusticia social. Habría que comenzar entonces por mejorar los salarios de la clase trabajadora, fortalecer la capacidad adquisitiva de nuestros salarios para obtener así los satisfactores necesarios para la alimentación y desarrollo de nuestros hijos, diseñar y aplicar políticas y programas para garantizar su educación y atención médica, es decir, habría que comenzar mejorando la distribución de la riqueza nacional, haciéndola más equitativa, para evitar así que nuestros hijos, por hambre, tengan que salir a trabajar al campo, la ciudad o la industria. En suma, lo que habría que cambiar no es la ley sino el modelo económico en su conjunto.