Por: Gerardo Almaraz
Me imagino al poeta Louis Aragón y a su esposa Elsa Triolet, la
magnífica novelista de gran calado universal, abrazados en su última noche; él
recita al oído cálido de su esposa, su verso postrero: “Elsa, tus ojos son hondos que me incliné a beber y vi todos los soles
venir a contemplarse”; y con un beso cierran, por fin, al amor que late
hasta la muerte. Quizá la suerte no fue la misma para Delia del Carril con el
amor que la unió a Pablo Neruda, pues éste naufragó y dividió sus destinos
hasta la soledad de la muerte. Terminaron abrazados al olvido y a su propia
sombra. Sin embargo, aunque Neruda haya sido el más famoso poeta
latinoamericano del siglo XX, la luz inextinguible de Delia del Carril también posee
una preclaridad que brota de su asombrosa historia, no existe dependencia
definitiva entre la de ella y la del poeta.
En el aire el
pincel toma su rigidez para desplazarse sobre el lienzo de fondo azul, a fin de
dar forma sutil a un pómulo, Delia del Carril ha terminado de matizar la
cabeza, a uno de los muchos caballos que ha pintado. Mientras el crepúsculo se
difumina en la noche, ella toma la tasa de té y recuerda la tan anhelada
juventud. Ahí, frente a la neblina perfumada y húmeda de la infusión, una vaga
pregunta acusa su pensamiento: ¿cómo es que he transcurrido la vida?, y una
segunda, ¿algún recuerdo de mí sobrevive en el océano de la multitud humana? De
inmediato aparece, inevitable, la conmemoración continua y frágil de sus pasos,
de lo que fue su andar, de lo que le permanece, de lo que ha sido por el mundo.
Aquellos días de la infancia, a lado del padre, montaba un caballo adorable;
paseaba alegre por los campos de Mendoza, la gaucha argentina.
Comprendo que
algunos paisajes oscuros marcan los destinos más implacables, más negros y
brillantes, se dice a sí misma. Con resignación recuerda la noche más fría, la
terrible y triste en que el padre se suicida. En ese entonces apenas tenía quince
años. Desde aquello, la madre en duelo decide huir del recuerdo destructor a
París. Delia y sus doce hermanos viven una vida acomodada, sus raíces
familiares poseían una excelente herencia económica. Por petición de la madre,
ella ingresa a la universidad La Soborna,
pero su afinidad por la pintura y el canto la conducen, inexorablemente, a
repensar una y otra vez su vocación artística.
Se prolonga el
recuento y a su mente recurren las conversaciones que sostuvo dentro de un
círculo de intelectuales de distintas nacionalidades que se reunían en algún
salón sepia de Argentina, presidido por un tal Borges, ese que más tarde sería
una reconocidísima pluma Latinoaméricana; allí mismo concurrían María Rosa
Oliver, destacada luchadora por la paz mundial y un hombre pequeño de grandes
ojos, el escritor de El principito,
Antoine de Saint Exupéry.
Su vida,
reflexiona de nuevo, era entonces un cúmulo de pasión que se desborda por el
arte. Sin embargo, más tarde, allí mismo en París, sucedería en su pensamiento,
en su vida, una profunda transformación
en su concepción del mundo. A principios de los años treinta, Fernand Leger
sacudía el mundo de la pintura: manifestaba ideas singulares, muy propias,
introducía elementos que muestran la relación del hombre moderno con la
máquina, ahora preponderantes, protagonistas constantes y dinámicos de su
trabajo artístico. Ella no pudo más que sentirse atraída por aquello tan vivo y
nuevo. Cuando al fin pudo asistir al taller del artista, este la sumerge de
inmediato en el mundo intelectual parisino, todo lleno de una generación de
superhombres que modificaría las percepciónes y estructuras del arte y la
literatura para siempre. Allí fueron Pablo Picasso y los poetas vanguardistas
André Bretón y Paul Eluard, quienes trastocaron su alma y provocaron en su integridad
una tormenta ciclónica de los sentidos y de su mente. En esas reuniones se
discutían ideas sobre la revolución socialista, se compartían libros marxistas,
se planeaban actividades de propaganda política. La nueva visión que llamaba a
su puerta, ya entrada a los cincuenta años, le provocó una terrible angustia
pues reconocía hasta ahora, quizá ya tarde, que la vida anterior la había
dedicado toda a sostenerse como una aristócrata de sepa.
La observancia
del mundo con los lentes de la filosofía marxista-leninista, se convirtió en
una necesidad imprescindible para ella, pues era la base teórica de su nueva
práctica revolucionaria. A partir de ahora, todas las noches las dedicó al
estudio de El Capital de Karl Marx y
durante el día se involucraba en las distintas tareas que el círculo de
artistas ordenaba hacer. Su quehacer fue más que efectivo e incansable, tanto
que recibió el apodo de “la Hormiguita” por parte de su amigo, el pintor
chileno, Isaías Cabezón. Las energías que imprimía a cada actividad se
proclamaban como un estímulo de animal imparable. Recuerdan algunos amigos la
inteligencia con que Delia recitaba de memoria el Manifiesto Comunista como si fuese una novela de Víctor Hugo.
Un hecho
importante en esos días fue que sus amigos Louis Aragón y Elsa Triolet, habían
regresado muy motivados de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS),
aprovecharon ese impulso para organizar y potenciar la orientación comunista
entre los intelectuales; en 1932 lograron la afiliación de Delia al Partido
Comunista Francés y a la Asociación de Artistas Revolucionarios. Ella ingresó
con profunda convicción, entusiasmo y emotividad.
En
Argentina, su familia estalló en cólera al enterarse que la hija estaba
dispuesta a abandonar la vida de lujos por la de lograr la emancipación de los
pobres del mundo. Todo esfuerzo familiar por desviarla de ese objetivo fue
inútil: Delia apartó y renunció a sus compromisos de clase, y en los meses
siguientes se mudó a España, invitada por el poeta Rafael Alberti y su esposa
María Teresa León, a vivir en carne propia la primavera igualitaria de la
República Española. Es aquí donde la pintura deja de representar una necesidad
latente en su vida. Sus fuerzas y capacidades se vierten al quehacer y desarrollo
político.
Su excelente
dominio del inglés y francés le facilitó conectar a los intelectuales y
militantes internacionales con la labor del Partido Comunista de España.
Mientras Hitler tomaba el poder total de Alemania y en Italia Mussolini
instauraba su régimen facista, en España había una situación de alarma, pues la
reacción de ultraderecha aparecía con ojos devoradores contra la naciente
república. Estos acontecimientos políticos y sociales fueron la tierra fértil
sobre la que Delia gastó todo su ímpetu revolucionario, por primera vez se
sintió como un gran pez en el agua. Este giro vertiginoso en su vida
significaba mucho más que todo lo imaginado: la excitación de las obligaciones,
la utilidad de tantas horas ocupadas en trabajos con fines tan precisos y
necesarios, parecían estar hechos para la vitalidad y la energía de su
carácter. Esto le incitaba a leer los
periódicos con una dedicación que iba acrecentando su convencimiento político,
descubriendo una pasión que no la sorprendía, sino por el contrario, le
revelaba certeza en sus anhelos. Cuando ya muy de noche acababa las tareas del
día, antes de dormir, en sus reflexiones acudía a aquel verso de Bertolt
Brecht:
Si un hombre bueno quiere irse,
¿con qué se le puede detener?
Dile para qué es útil.
Eso lo puede detener.
En esos años
arduos de activismo, Delia se la pasaba leyendo como Don Quijote, las noches de
claro en claro y los días de turbio en turbio, y en diversas ocasiones recurría
a estimulantes tertulias nocturnas; concurridas reuniones de poetas y
escritores que adquirirían fama mundial. Federico García Lorca extendería allí
su valiosa amistad a nuestra querida Delia. Sin embargo, no sería la mejor
muestra de afecto que allí encontraría, pues poco después resonaría la leyenda
del joven poeta chileno, su nombre era Pablo Neruda. Al principio, aunque a
Delia no le pareció interesarle este nombre, ocurrió que unos meses más tarde
Rafael Alberti los presentaría, Delia una mujer con cincuenta años radiaba una
belleza de cierto aire juvenil, Neruda con treinta años, era joven y virtuoso.
Una vaga
sonrisa se dibuja en semblante de Delia, y entre el silencio de la noche, sigue
memorando: ambos se necesitaban sin saberlo, recuerda. Era cierto que en Madrid
había experimentado una fase de exaltación comunista, pero la naturaleza más
humana le exigía un compañero; la intimidad del cuerpo y la comprensión del
espíritu no habían sido cubiertos y se hacía presente ese reclamo. Neruda,
vivía una desorientación intelectual y existencial que en cierto modo reflejaba
la misma necesidad de Delia. El amor que los unió potencializó lo mejor de cada
uno. Delia encontró en Pablo el referente afectivo y personal para su activismo
político-cultural y la óptima canalización de sus energías vitales. Ella fue
para él no sólo la amante sino la interlocutora de sus cuitas y la consejera
ideal para sus decisiones. Desde el primer momento Delia advirtió el talento y
amplitud de horizontes del poeta. Pablo con la determinante ayuda de Delia
conquistó la claridad que buscaba para responder a las nuevas exigencias
políticas, ineludibles para un hombre como él, perceptor innato de los tiempos.
Había alcanzado con su compañera una sincera y asumida posición ideológica, una
cosmovisión satisfactoria de aceptación al cambio. Había abandonado totalmente
al anarquismo juvenil.
Delia
intervino, en modo natural y oportuno, dentro del íntimo proceso de conciencia
de Neruda, claramente acepta que ni ella ni nadie hubiera podido impulsar al
poeta a adherirse a una causa a la cual no sintiera ni siquiera al menos un
grado de interés. Ella le ayudó a alcanzar el grado de seguridad que necesitaba
y, en ese terreno ideológico y político, llevó a que Neruda en 1945 militara en
el Partido Comunista de Chile para luego postularse como senador. Durante el
tiempo que vivieron como esposos, otra labor de la Hormiguita, no menos
importante, fue mecanografiar los poemas de Neruda y mandarlos a las diferentes
editoriales, así como también relacionarlo con personalidades que le abrieran
las puertas a su talento artístico, ella copió los versos épicos del Canto General, que más tarde le mereció
el Premio Nobel de Literatura a su poeta.
Finalmente
recuerda Delia que, al cumplir los setenta años de edad, su relación amorosa
con Neruda llegó a su fin, el poeta se había enamorado de una mujer unos años
más joven que él y decidió pasar el resto de su vida con su reciente esposa.
Cuando se separaron, no hubo marcha atrás ni remedio posible, ni la Casa de
Isla Negra fue un problema para que el reciente romance de Neruda construyese
su futuro ahí, cuya casa fue erigida con el esfuerzo inagotable de Delia. Ella era una verdadera revolucionaria, el
apego material no determinó jamás su dignidad política ni su libertad humana.
Decidió con humildad vivir hasta el final de sus días en una casa más sencilla
ubicada en el centro de la capital chilena.
La incansable
Hormiga puso fin al balanceó de vals de la mecedora, arrullo de su soledad y
memoria. Sus ojos se iluminaron y rodaron humedades de cristal sobre los surcos
del tiempo. Se dispone a dormir. Aunque la noche suele abrir su seno al anhelo
y a la melancolía, hacía mucho tiempo que no recapitulaba así su vida. La
pintura y los caballos nunca la abandonaron. El corazón ardiente por la
justicia humana jamás se apagó. Esta fue la última noche de su vida, y mientras
se encamina hacia la nebulosa fatalidad, se pregunta, ¿alguna vez me habrá
querido Pablo?, como si ansiara que la voz del poeta respondiera en el aire
nocturno lo que ella siempre supo.
Delia del Carril murió el miércoles 26
de julio de 1989, con 104 años de edad en su casa Michoacán en la capital de
Chile. Recordar su paso por la tierra y su inagotable lucha por la justicia
para los menesterosos de todo el planeta, nos lleva a ubicarla como una mujer
ejemplar, una luchadora que tuvo luz propia, y no solo una mujer más de Pablo
Neruda, o como dijese el poeta español Garcilaso de la Vega; ella obró un
nombre en todo el mundo.
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