Ricardo
Torres
Apenas había pasado mes y medio de la evitable tragedia de
los siete mineros muertos en la mina Micarán, en Músquiz, Coahuila, cuando el
19 de julio del año en curso, una nueva tragedia enlutó los humiles hogares de
los mineros Eduardo Mendoza Hernández y Jesús
Pinales Rodríguez, de 42 y 20 años de edad, respectivamente, como consecuencia
del derrumbe sucedido en la mina La
Pasión en el municipio de Ocampo, también en el estado de Coahuila. Los
mineros laboraban en la extracción de zinc, plomo y plata para la Compañía
Minera de Canelas y Topia y Minera Mampare, cuando un desprendimiento al
interior de la excavación provocó su muerte.
En la mina La Pasión laboran aproximadamente 180 obreros, tiene
una capacidad productiva de 36 mil toneladas por año y cuenta con una planta de
trituración donde procesan el material extraído.
¿Quiénes son los
responsables de la muerte de los mineros? En la zona carbonífera de Múzquiz el
fallecimiento de los siete mineros desató un intercambio de declaraciones y acciones
que muestran la irresponsabilidad del Gobierno y su menosprecio por la
seguridad y la vida de los mineros: Manuel Bartlett Díaz, Director General de
la Comisión Federal de Electricidad, deslindándose de los hechos y culpando a
Miguel Ángel Riquelme Solís, Gobernador de Coahuila, éste argumentando que la
electricidad y la minería son responsabilidad del Gobierno federal, y éste otro,
a su vez, para lavarse la cara informó que en el rescate de los cuerpos de los
mineros fallecidos fueron desplegados 145 elementos de la Defensa Nacional, 21
de la Guardia Nacional, 14 vehículos del Ejército, cuatro aeronaves y dos
binomios caninos.
Sobre los dos muertos en la mina La Pasión, en Ocampo, el Gobierno modificó su estrategia guardando un singular
hermetismo y limitándose a informar que la Secretaría de Trabajo y Previsión
Social (STPS) ordenó cerrar las operaciones de la mina sin emitir, hasta el
momento, algún pronunciamiento oficial. Seguramente la frecuencia de ambas
tragedias y la guerra de acusaciones protagonizadas con motivo del siniestro en
Múzquiz obligaron a las autoridades estatales y federales a guardar cauteloso silencio.
Sin embargo, también esta opacidad del Estado revela la compleja red de
intereses y complicidades existentes en la industria minera de nuestro país.
Es evidente que los responsables de la
muerte de los mineros son los propietarios de las empresas mineras
concesionadas y los gobiernos a su servicio: los primeros porque, movidos por
su insaciable interés de obtener el máximo de ganancia, violan los derechos de
los trabajadores y con total impunidad omiten aplicar las normas establecidas
en la Ley Minera y demás normas oficiales aplicables a la industria minera en
materia de seguridad. A los patrones, no solo del sector minero sino de los
distintos sectores de la producción, la seguridad y la vida de los trabajadores
les importa un comino como lo vemos ahora en las minas de Micarán y La Pasión; a
los empresarios lo único que les interesa es la ganancia que obtienen de la
fuerza de trabajo del asalariado. Basta con señalar que tres de los hombres más
ricos de México obtienen diariamente millones de pesos por el procesamiento y
comercialización de los minerales extraídos por la fuerza de trabajo de miles
de mineros a lo largo y ancho del país: German Larrea Mota, propietario de
Grupo México; Alberto Bailleres González, de Industrias Peñoles; y Calos Slim
Helú, de Minera Frisco. Para los dueños del capital la vida de los trabajadores
es solo un problema de costos, como si se tratara de una herramienta de
perforación: la fuerza de trabajo es para los empresarios capitalistas solo una
mercancía que se puede comprar y, cuando así se requiera, reemplazar por otra.
Por su parte, el Gobierno federal, a
través de la Secretaría de Economía (encargada de otorgar las concesiones
mineras) y de la STPS, es responsable de vigilar, supervisar y garantizar que
las empresas cumplan con las normas de seguridad establecidas en la Ley Minera
y demás normas oficiales aplicables a dicha industria. Sin embargo, en los hechos,
ambas secretarías incumplen con su tarea de vigilancia; y la escasa supervisión
de las minas se ha convertido en un acto de simulación al servicio de los
patrones donde las sanciones económicas, en caso de aplicarse, resultan una
verdadera ridiculez. Además, en la mayoría de las minas las Comisiones Mixtas
de Seguridad e Higiene, que deberían estar conformadas por obreros y patrones,
no existen, y ahí donde se forman se encuentran bajo el control absoluto de las
empresas.
Como podemos ver, las interminables muertes de trabajadores en
las minas del país obedecen a la codicia propia de los patrones y a la intencional
negligencia del Gobierno federal en la aplicación y vigilancia en el
cumplimiento de las normas nacionales en la materia.
En este sentido cabe señalar que la Organización Internacional
del Trabajo (OIT), organismo especializado de la ONU que se ocupa de los
asuntos relativos al trabajo a nivel mundial, el 6 de junio de 1995 en Ginebra,
Suiza, resolvió establecer el Convenio 176 sobre seguridad y salud en las minas
(C176) en el que, considerando que los trabajadores tienen la necesidad y el
derecho de ser informados, consultados y de participar en la preparación y
aplicación de medidas de seguridad y salud relativas a los peligros y riesgos
presentes en la industria minera, adopta el C176 sobre seguridad y salud en las
minas. Un documento elaborado por expertos que intenta contribuir al
fortalecimiento de los derechos laborales y la justicia social.
Sin embargo, el Estado mexicano, a pesar de ser miembro de la
OIT, se ha negado a ratificar dicho convenio. ¿Cómo se explica que después de
25 años de existir el C176 de la OIT nuestro país no se adhiere al cumplimiento
de dichas normas internacionales? Entre otras razones, destaco que en el
artículo 13 del C176, referente a los “Derechos y obligaciones de los
trabajadores y sus representantes”, su inciso e) nos dice que los trabajadores
tienen derecho a “retirarse de cualquier sector de la mina cuando haya motivos
razonablemente fundados para pensar que la situación presenta un peligro grave
para su seguridad o salud”. El Estado mexicano argumenta que su
negativa a ratificar el C176 obedece a que en las normas nacionales el derecho
a dejar de trabajar no puede ser aceptado
como un derecho general ya que son los técnicos especialistas, y no los propios
obreros, quienes pueden determinar si este derecho puede o no ejercerse.
Así las cosas, resulta que en
México, aunque existan motivos razonablemente fundados para pensar que la
seguridad en las minas presenta un peligro grave para la salud de los trabajadores,
estos deben laborar aunque les cueste la vida como recientemente ocurrió en
Múzquiz y Ocampo; si el Estado mexicano ratificara el C176 estaría comprometido a adecuar nuestras leyes y cumplir con las normas
internacionales dictadas en dicho convenio, en consecuencia, como los mineros tendrían
el derecho a dejar de trabajar si existe un peligro grave para su seguridad,
entonces, de manera inmediata, miles de minas en nuestro país que incumplen con
las medidas mínimas de seguridad dejarían de producir y los empresarios mineros
dejarían de obtener las millonarias ganancias que diariamente acrecientan sus
riquezas. Que entonces mueran los mineros que tengan que morir, dice el Estado
mexicano, pero que los empresarios no dejen de ganar lo que tienen proyectado
ganar. Capitalismo salvaje y criminal.
En suma, para impedir que los trabajadores mineros dejen de
morir por la falta de higiene y seguridad como hoy lo vemos en las minas de Micarán y La Pasión, tendrán que superar gigantescos obstáculos: la avaricia
desmedida de los patrones, el sindicalismo patronal, la indolencia y
subordinación del Gobierno federal en favor del capital y la aplicación de una legislación
(C176) que en verdad busque garantizar su seguridad dentro de las minas. Titánica
tarea que solo podrán realizar los mineros si logran unirse y organizarse en
una permanente lucha en defensa de sus derechos laborales y de sus intereses
como clase obrera.
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